El rey morirá en Sevilla by Juan Cartaya

El rey morirá en Sevilla by Juan Cartaya

autor:Juan Cartaya [Cartaya, Juan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2023-04-15T00:00:00+00:00


* * *

Un terrible grito, largo, agudo y sobrehumano se escuchó proveniente de uno de los edificios cercanos a los huertos. Medina, haciéndole una seña a Pacheco para que le acompañara, salió de la gran sala seguido de dos alguaciles y de un familiar de la Inquisición a quienes Martel y Saavedra, entendiéndose sin palabras, indicaron que salieran tras los dos pesquisidores. Moviéndose con prudencia por un terreno que desconocían, seguían todos ellos el reclamo del grito, que inicialmente fuerte y continuado se iba modulando cada vez más y más, empequeñeciéndose hasta reducirse a un leve y doloroso gorgoteo que era ya lo único que se escuchaba cuando el grupo entró en la almazara: tapándose la nariz con un pañuelo debido al penetrante olor al aceite y a la carne quemados, Medina pudo apreciar cómo al fondo de la nave una de las últimas tinajas había ardido con lo que albergaba dentro, y que uno de los prostitutos de la finca, inmóvil y en pie aún frente a la boca del bocoy, contemplaba lo que estaba ocurriendo —aunque no era muy difícil suponerlo— dentro del recipiente.

Pacheco se adelantó, agarrando al muchacho por los hombros, y se asomó con prudencia. Lo que vio no fue precisamente algo agradable: alguien que había sido hasta hacía poco un ser humano estaba quemándose en un baño de un aceite espeso que se había inflamado y que había hecho arder vivo al ocupante de la gran tinaja. El cuerpo, retorcido, se movía aún con unos espasmos automáticos. El rostro había desaparecido: los ojos habían estallado, la piel se había convertido en un amasijo burbujeante, las orejas eran ya dos agujeros a ambos lados de la calva e incendiada cabeza, y la barba aún ardía. La ropa, empapada de aceite, había funcionado como la resina de una tea: el torso, los brazos, las piernas eran poco menos que apéndices ennegrecidos que aún seguían ardiendo. El hombre, pues eso había sido, sin duda ya había muerto. Y muy dolorosamente.

—¿Qué ha ocurrido, mozo? ¿Quién era? —preguntó el beneficiado al muchacho al que aún sostenía por los hombros, y que temblaba convulsivamente.

—Ha recibido… ha recibido algo que desde hace mucho tiempo se merecía. Era el dueño de esta casa; se llamaba Freire.



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